2 de agosto de 2011

El escalador.


Guido Samelnik El escalador tenía un propósito que había guiado todos sus entrenamientos y preparativos durante años: conquistar la cima del Aconcagua, pero solo. Nada de compartir la gloria. Por fin decidió que estaba listo y viajó hasta el pie del cerro. Empezó a subir, y subió, subió. Las primeras sombras de un día nublado y sin luna le advirtieron que era prudente acampar hasta el amanecer, pero la ambición pudo más. Siguió escalando, a ciegas, tanteando asideros en el negro silencio de los Andes. A sólo cien metros de la ansiada cumbre, pisó en falso, manoteó infructuosamente en el aire y se precipitó al vacío. Estuvo cayendo durante lo que pareció una eternidad. Tuvo tiempo de pensar en su vida, su familia, sus amigos antes que el fuerte tirón del amés de seguridad lo volviera a la realidad de que estaba aún con vida. Sólo entonces brilló tenuemente una esperanza: rezó. Imploró en voz alta a Dios, las manos crispadas sobre la soga, balanceándose con suavidad en el espacio helado. Una voz que parecía surgir de su propio cerebro habló por fin.
-¿Realmente crees en mí? ¿Crees que puedo salvarte? -Sí, Dios~ sí -sollozó el infortunado.- Entonces lo haré, pero debes cortar la cuerda. Ahora seré Yo quien te sostenga. Córtala, confía en Mí.
A la mañana siguiente fue hallado el cadáver del escalador, su cuerpo congelado todavía aferrado a la amarra, a dos metros de un seguro rellano.

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