2 de enero de 2011

El orador.

Cuando llegó a la aldea, todo el mundo fue a escuchar su charla. El tiempo paso, y cada vez reunía a menos gente, hasta que un día el predicador quedo solo, hablando a los árboles y a los pájaros. Sin embargo, día tras día, volvía a armar su pequeña tarima en el mismo lugar, y volvía a declamar su doctrina con el mismo calor y convicción de la primera vez. A la hora señalada, los aldeanos abandonaban la plaza, y solo regresaban cuando él se retiraba. Meses mas tarde, un hombre se queda a esperarlo. -¿Por que insistes en hablar de algo que nadie escucha? --lo interrogo. -No hablo para convencerte a ti, ni a tu pueblo. -Solo hablo para mí y para no olvidar mi doctrina.


2 comentarios:

  1. Gran ejemplo el del orador. ¡Es muy dífícil vivir de espaldas a la aprobación pública! Y, además, nos gusta demasiado el eco de nuestras propias palabras y nos gusta demasiado ser escuchados.

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